Las Islas
LAS ISLAS
Le aterraba montar en avión, en los viajes que pudimos hacer juntas, en su cara nunca demostró temor alguno. Todo el camino cerraba sus ojos y rezaba las oraciones que se sabía, su silencio confirmaba que por dentro el miedo se apoderaba de ella.
San Andrés, o Las Islas como ella misma lo llamaba, era su destino favorito. De las dos veces que fui con ella, la segunda es de la que más tengo memoria. No le gustaban pocos días, le gustaba como máximo ocho, decía que si era menos, no valía la pena.
Se levantaba a las seis de la mañana y con mi abuelo, caminaban hasta la playa para disfrutar del mar de los siete colores; allí podían quedarse hasta el medio día y nuevamente volver después de las cuatro de la tarde.
Eran tales sus ansias y su felicidad por disfrutar del mar que, una tarde dimos un recorrido en barco; los cuatro – mi abuelo, mi mamá y yo- estábamos esperando la indicación para abordar. De un momento a otro Isa – la Tita- no estaba a nuestro lado. Al mirar hacia el mar, vimos su figura con una toalla en la cabeza resguardándose del sol y alejándose en una lancha, camino hacia el barco que iba a transportarnos. Creyó que las indicaciones que habían dado eran para nosotros, cuando realmente eran para otro grupo de personas.
Nunca la vi mirar hacia la playa, siempre lo hacía el horizonte; decía que no había mar más hermoso que el de San Andrés. Su manera de disfrutar cada momento dentro de él contagiaba de felicidad y de agradecimiento. A la orilla de la playa las olas la hacían dar un par de revolcones, no había momento más feliz para ella.
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